En realidad, muchos están malinterpretando este momento e ignorando las lecciones que dejaron las crisis del pasado.
Un compromiso común –y una disputa– están en la agenda del G-20 en Pittsburg.
El compromiso es demasiado vago, como las promesas formuladas en Londres: mantener los paquetes de estímulo fiscal para sostener la frágil recuperación económica, y continuar implementando medidas coordinadas para sentar las bases de un crecimiento sustentable y evitar la repetición de crisis financieras como la que hoy nos agobia.
Recordemos que las “medidas coordinadas” acordadas en Londres se redujeron a grandes paquetes de rescate del sistema bancario y financiero, y medidas de estímulo fiscal para fomentar el consumo interno, que cada país aplicó a su manera y con diferentes grados de éxito.
Y tengamos en cuenta que en estos meses, en contra del compromiso asumido, los miembros del G-20 han adoptado más de 100 medidas proteccionistas y que más del 90% de los bienes comerciados en el mundo han sido afectados por algún tipo de medida de ese género.
A la luz de lo anterior, poco debemos esperar de este nuevo compromiso, en cuanto al futuro de la cooperación mundial y la solución de problemas urgentes y cruciales, como el desempleo, el hambre y la miseria, sobre todo para los pequeños países en desarrollo.
La disputa, en cambio, es concreta. Está en debate si efectivamente se regulará la actividad financiera. Europa pretende imponer reformas concertadas, y el Presidente Obama se limita, por ahora, a pedir a Wall Street que modifique por si mismo sus prácticas de negocios.
Sorprende que se dude siquiera sobre la necesidad de imponer reformas. Nadie puede ignorar a esta altura que las oscuras prácticas del sector financiero llevaron al mundo a este desastre colectivo.
Nada más elocuente al respecto que las palabras del Dr. Joseph Stiglitz, formuladas hace un año:
“La crisis financiera es fruto de la deshonestidad, es fruto de prácticas deshonestas de las instituciones financieras y de incompetencia de los responsables de la adopción de políticas.
No hemos acostumbrado a la hipocresía. Los banqueros rechazan cualquier sugerencia de que sus actividades deben ser reguladas, así como cualquier medida antimonopolio, pero, cuando surgen problemas, rápidamente exigen la intervención estatal: alegan que deben ser rescatados, que son demasiado grandes y demasiado importantes como para que los dejen caer”.
Años atrás, cuando tuvieron lugar las crisis de los países en desarrollo y de las economías emergentes, se debatió largamente sobre el “riesgo moral” que creaban los programas de asistencia de emergencia del FMI a esos países en crisis.
Se sostenía que el “rescate” del FMI entrañaba riesgo moral, es decir, el riesgo de que los países se sobre-endeudaran nuevamente o manejaran sus economías de manera imprudente y riesgosa y acabaran en otra crisis, porque descontaban que si las cosas iban mal el Fondo los rescataría. Corresponde agregar que esa asistencia del FMI venía condicionada a la aplicación de programas de ajuste y reforma, además del reembolso de los préstamos pertinentes.
Durante la crisis argentina, en 2002, Anne Krueger, Primera Subdirectora Gerente del FMI, impulsó la idea de que los países podían quebrar:
“El incumplimiento de los pagos siempre es doloroso, tanto para los deudores como para los acreedores. Y así debe ser. Los países –como las empresas y los particulares– deben pagar sus deudas y sufrir cuando no lo hacen”.
Los banqueros de hoy están en mucha mejor situación que aquellos países en crisis; ni siquiera tienen que aplicar programas de ajuste. Fueron rescatados porque nadie se atrevía siquiera a imaginar un mundo de quiebras financieras masivas, ni la manera de lidiar con ellas.
El mensaje a las instituciones financieras fue que efectivamente éstas son demasiado grandes como para dejarlas quebrar y que no sufrirán las consecuencias de sus malos negocios, aun si reinciden. El dinero del rescate llegó también sin condiciones. De hecho, en Estados Unidos en 2008, los nueve bancos más grandes que recibieron en conjunto US$175.000 millones provenientes de programas de rescate pagados con dinero de los contribuyentes, destinaron US$32.600 millones de ese dinero al pago de remuneraciones, principalmente de sus ejecutivos superiores. Esta suma es equivalente al total de la deuda externa de los llamados países pobres muy endeudados (PPME).
Tras los rescates el sector financiero aparece más fuerte que nunca, rechaza de plano toda medida de regulación, y emprende caminos oscuros para evitarla.
Un grupo de 45 ejecutivos vinculados al banco británico Barclays trabajará para una sociedad recién creada en las Islas Caimán ante el temor de que la Unión Europea imponga límites a las retribuciones de los banqueros. A través de este exótico ejercicio de ingeniería financiera la nueva compañía, llamada Protium y vinculada al Barclays, gestionará activos tóxicos de dicho banco por valor de US$12.300 millones.
Y esos banqueros no son los únicos, docenas de ejecutivos de bancos franceses abandonan Société Générale para establecer un nuevo fondo de cobertura (Nexar Capital), en respuesta a la presión sobre los bancos franceses para imponer límites a las remuneraciones de sus ejecutivos. Una fuente interna de Société Générale sostuvo que el actual contexto político podría producir la migración de los financistas más importantes desde los grandes bancos a otras jurisdicciones donde puedan dictar sus propias políticas sobre remuneraciones.
El Primer Ministro Gordon Brown, del Reino Unido, dijo al respecto que estaba «azorado» frente al comportamiento de algunas instituciones financieras que siguen adelante –e incluso profundizan– su “cultura” de remuneraciones.
Siete países europeos, por su parte, se dirigieron a los líderes del G-20 reclamando que se adopten medidas concertadas para imponer estrictos límites a las remuneraciones de los ejecutivos bancarios, y evitar así que reanuden las prácticas destructivas de antes de la crisis, y señalaron expresamente: “Tenemos que ser muy claros: ese comportamiento es no sólo peligroso e indecente, sino además, cínico e inaceptable. Es una bofetada en el rostro de las personas que están perdiendo sus empleos”.
Y el Secretario General de la Confederación Sindical Internacional, Guy Ryder, expresó: “Los líderes políticos necesitan hacer mucho más que condenar ese tipo de comportamiento. Es preciso que muestren al mundo que están preparados para gobernar en interés de todos”.
Es poco probable que eso ocurra en Pittsburg.
Raúl de Sagastizabal
Consultor internacional
Montevideo, 21 de septiembre de 2009